Mi amigo Jimy / Por Maria Luisa Prado

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Lo conocí por mis papás. Era un panadero muy bueno. Me llevaban a su local para comprarle sus ricas piezas de pan por lo menos tres veces por semana.

De joven había tenido una adicción terrible al alcohol la cual superó en edad madura. Estaba cerca de los setenta y cada vez que podía se lo recordaba a mis viejos. Se sentía orgulloso de haber superado esa terrible costumbre de dañar su cuerpo.

Jaime era esa figura indispensable en cualquier barrio. Siempre platicador y optimista. Todo mundo lo conocía. El pan que elaboraba era de los mejores del rumbo. Cada tarde, la dotación se terminaba porque el sabor de su producto era adictivo.

Después de que me fui a vivir a otra colonia, de pronto me daba mi escapada a comprarle un par de piezas de pan, una concha y un bísquet.

Amable como siempre, me saludaba con mucha cordura y me empezaba a platicar sobre su vida, sus ilusiones y por supuesto sus planes.

Gracias a lo que yo conocía de él, era más sencillo entablar un diálogo, que en ocasiones tardaba horas por lo sabroso de su plática y sobre todo por sus ocurrencias.

Supe que su familia se había alejado de él porque nunca le perdonaron sus adicciones, y ahora estaba luchando por recuperar su amor y demostrarles que había cometido un error y estaba dispuesto a repararlo.

Cada que podía se desplazaba a Hidalgo para visitar a sus hijas y a la que fue su esposa. Poco a poco la relación entre ellos fue mejorando.

Con mucho orgullo me contaba que ya se había comprado un coche pequeño para poder transportar su mercancía. Ya se había cansado de andar en camiones y peseros.

Me decía que le estaba yendo muy bien. Que se arrepentía tanto de haber desaprovechado la vida en tonterías. pero le agradecía a Dios por la nueva oportunidad que le dio de cambiar y mejorar su vida.

Y en efecto, Jaime estaba muy bien. Decía que estaba ahorrando para su vejez y que ya tenía una buena cantidad de dinero en el banco. Su ilusión por vivir era inmensa. Lo único malo era que no quería gastar en nada. Se había vuelto muy “codo” me dijo.

Hace unos diez días me escapé a su local para saludarlo y de paso comprarle mi dotación de pan. Lo vi decaído y algo enfermo.

Le pregunté que qué le había pasado y me dijo que le dolían mucho sus piernas y se cansaba mucho. El hombre del optimismo estaba agotado.

-Seguro es cansancio normal, le dije. -Sí, Mary, voy a ir al doctor a realizarme algunos estudios. Siento que no es malo, contestó.

Bueno, me despedí de Don Jaime y le dije que no se preocupara. Que todo estaría bien. Le di un abrazo y nos despedimos.

El viernes siguiente, por la mañana, mis papás me avisaron que les habían comentado que Jaime había sido hospitalizado. Más tarde, en la noche me notificaron que mi amigo ya no estaba en este mundo.

Obvio, no lo podía creer. Fui a la casa donde rentaba y me confirmaron que era cierto. Todas las partes internas de su cuerpo estaban dañadas. El exceso de alcohol y cigarros en su época adictiva dañaron todo. 

Lloré mucho, porque lo estimaba bastante. Pensé tantas cosas. Pensé en su familia y los rencores que quedaban entre ellos. Pensé en su carrito, su dinero, su vida, en su vejez, su arrepentimiento y su renacimiento.

Le alcanzó para poco, pero por lo menos pudo saber que siempre hay tiempo para arrepentirnos de nuestros errores y remediarlos. Me quedo con el fuerte abrazo que le di por última vez a mi gran amigo Jimy.